Aunque las cosas han cambiado bastante desde el hombre primitivo, hay cuestiones que aún heredamos y nos conectan, como por ejemplo la fascinación por el "olor a lluvia". Los antropólogos afirman que “heredamos el gusto por el olor a tierra mojada”, simplemente porque en la prehistoria ese olor fue sinónimo de bienestar, vida y supervivencia, anunciando el final de una perniciosa etapa de sequía. La lluvia tan esperada estaba llegando, al sentir ese aroma particular les generaba una sensación de calma.
Cuando decimos que hay “olor a lluvia” u “olor a tierra mojada”, que incluso puede sentirse en ocasiones mucho antes de que llegue la lluvia, estamos hablando del aroma que genera la caída de precipitación sobre el suelo. Ese aroma, que puede viajar varias decenas de kilómetros según la dirección del viento, recibe el nombre de petricor (del griego pétros = 'piedra' e icor = 'mineral presente en la sangre de los dioses' según la mitología griega), lo que podría interpretarse como 'la sangre de las piedras'.
Los primeros químicos que se interesaron en investigar sobre el particular aroma a tierra mojada extrayendo del suelo un compuesto con ese olor característico fueron Berthelot y André en 1891. Casi 70 años después, los geólogos australianos, Isabel Joy Bear y Richard G. Thoma, del Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation (CSIRO), definieron en la revista Nature que, ese olor particular que aparece en el aire al humedecerse con agua distintas arcillas y suelos secos naturales, es producto de un aceite amarillento atrapado en las rocas que se libera por la humedad, este fue nombrado como petricor.
El aroma se manifiesta cuando el aceite se libera y se mezcla con una molécula llamada geosmina proviene de geo 'tierra' y osme 'olor'–, un sesquiterpenoide (terpenos de 15 carbonos) presentes en aceites esenciales. Se trata de una sustancia química muy olorosa producida principalmente por las bacterias del suelo (bacterias del género 'streptomyces'), aunque también puede ser fabricada por mixobacterias, cianobacterias, algunas especies de hongos y se encuentra también en la remolacha.
El sentido del olfato rige gran parte del comportamiento humano, permite evocar fuertes sentimientos y recuerdos. Particularmente nuestro olfato (que no es de los más perceptivos que se pueden encontrar en el reino animal), es extremadamente sensible a la presencia de geosmina, incluso somos capaces de detectarla cuando se encuentra en muy bajas concentraciones.
En los comienzos de la vida, el olfato y el gusto fueron los primeros sentidos químicos en desarrollarse. El olfato es una herramienta que nos ayuda a comprender el entorno, nos permite buscar señales químicas a nuestro alrededor.
Esas señales pueden ser muy importantes para nuestra supervivencia: desde percibir una amenaza o peligro como un veneno, hasta elementos vitales como la cercanía de una fuente de agua o de alimentos. Según los antropólogos, los humanos primitivos de hace 200 mil años atrás hacían uso de su olfato a la hora de cazar, podían diferenciar los alimentos nocivos de los nutritivos.
En particular, si hablamos del olor a geosmina que tanto nos cautiva, es evidente que debe haber algún nexo que se explica con la psicología evolutiva. Distintos antropólogos explican que la afinidad del ser humano por este aroma proviene de aquellos tiempos en que nuestros antepasados nómades deambulaban a través de áridos lugares buscando agua, como principal componente para la supervivencia y en búsqueda de poder asentarse en un nuevo territorio.
La ciencia ha descubierto cómo muchos animales e insectos tienen la capacidad de detectar y hallar la presencia de agua, incluso si se encuentra a varios kilómetros de distancia y la concentración de geosmina en el aire en muy baja. Podemos decir que 'poseen un GPS' (Sistema de Posicionamiento Global) natural, para captar agua en el planeta.